el ángulo oscuro
Soliloquio de Poncio Pilatos
¿Qué gobernante verdaderamente democrático no ha de sacrificar alguna vez la inocencia, en aras de la convivencia y la paz social?
Besando culetes
Novelones escritos entre camerinos
Solicité que me trajeran a Jesús, que me pareció entreverado de cuerdo y loco, aunque desde luego inocente y hasta con sus ribetes de filósofo; lo que no hizo sino acrecentar mi simpatía por él, hasta que de resultas de una respuesta muy rimbombante ... y misteriosa que me dio –«Tú lo has dicho. Yo soy rey. Para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que pertenece a la verdad escucha mi voz»–, le pregunté más jocoso que desdeñoso. «¿Y qué es la verdad?». Ante lo que Jesús calló, para mi desconcierto; pero enseguida entendí el significado de su silencio. Aquel Jesús me estaba insinuando que la verdad –¡la Verdad!– era él mismo, que él era la Verdad viviente, la suprema Verdad hecha hombre, la Verdad abofeteada y escupida, pero Verdad a fin de cuentas.
Juro (bueno, jurar no juro porque no tengo ante quien, pero desde luego certifico) que mi disposición hacia Jesús era hasta ese momento inmejorable; pero aquella petulancia de creerse en posesión de la Verdad (¡de creerse la Verdad misma!) me exasperó. Pues la verdad, en el muy dudoso caso de que exista (como ya nos enseñaron los filósofos sofistas), es irrelevante para quienes, como yo, profesamos la democracia; o, dicho más propiamente, la causa democrática está condenada a la derrota allá donde se acepta que puede accederse a la verdad y captarse valores absolutos. Al conocimiento humano sólo resultan accesibles valores y verdades relativas: sólo sobre la aceptación de esta premisa es posible una convivencia democrática en la que todas las opiniones valgan lo mismo y sean todas ellas respetables; sólo sobre la aceptación de esta premisa es concebible la existencia de legisladores que dicten leyes benéficas para que el pueblo pueda retozar feliz como un gorrino en la cochiquera. Pues si hubiera una Verdad, y esta fuera cognoscible, el derecho positivo resultaría superfluo, y la actividad de los legisladores sería tan absurda como encender una tea en pleno mediodía. En la democracia que profeso (y que algún día bendecirá a los pueblos, como un auténtico Mesías), cada hombre puede crear su verdad, pues no se aceptará la existencia de una Verdad universalmente válida sobre las cosas. Y este hormiguero de verdades relativas logrará, mediante el juego de las mayorías y los consensos, un reinado universal de la felicidad. Quédese la Verdad y su pesquisa para los totalitarios que gozan con la desdicha del género humano.
Aquel Jesús, sin duda, era inocente; pero, ¿qué gobernante verdaderamente democrático no ha de sacrificar alguna vez la inocencia, en aras de la convivencia y la paz social? En democracia, no existe otra justificación para la autoridad que no sea el consentimiento de los gobernados; la única vía legítima para adoptar decisiones públicas obligatorias para todos es permitir que el pueblo las acuerde por mayoría. Por eso decidí someter a votación popular el caso, erigiéndome en protomártir de la democracia.
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